nohemypoesia.blogspot.com. Poemas, artículos y ensayos de la escritora Nohemí Sosa Reyna.
viernes, 15 de enero de 2010
HIJA DE LA REVOLUCIÓN DE JOHN REED
II. Peones
(En camino, rumbo a Jiménez)
Nos adentramos en un ondulante desierto de colinas arenosas que se desplegaba en llanuras sin fin, cubiertas de mezquite negro, con uno que otro cacto. La noche nos arropó al bajar del cenit sin una nube, mientras la línea del horizonte aún estaba luminosa, clara. Y cuando la luz del día se apagó por completo, las estrellas reventaron en la cúpula del cielo, como fuegos artificiales.
Hacia media noche, descubrimos que el camino que el camino que habíamos seguido venía a perderse en un tupido macizo de mezquital. En alguna parte nos habíamos salido del camino real. Las mulas estaban exhaustas. No quedaba otra alternativa que acampar en tierra seca.
Cuando terminamos de quitar los arneses a las mulas, de alimentarlas, en el momento de encender nuestra fogata, oímos ruidos de pasos cautelosos que venían de lo denso del chaparral.
- ¡Quién vive! - gritó Antonio.
Se escuchó un tenue triscar en el matorral y, luego, una voz: - De qué bando son ustedes?
- Maderistas - contestó Antonio-. Pasen.
Dos vagas sombras se dibujaron en el filo del resplandor de nuestra fogata, sin el menor ruido: dos peones.
Los vimos al acercarse, bien embozados en sus sarapes. Uno de ellos era viejo, encorvado; de piel arrugada, calzaba huaraches de fabricación casera; su pantalón, en jirones, caía sobre las enflaquecidas piernas. El otro era un joven muy alto, descalzo. Cordiales, irradiando calor de sol amable, curiosos como niños, vinieron hacia nosotros tendiéndonos las manos. Estrechamos sus diestras, sucesivamente, acogiéndolas dentro de la más refinada cortesía mexicana.
Al principio, los recién llegados, de la manera más política, rehusaron nuestra invitación a comer algo. Después de mucho insistir, los persuadimos, y, finalmente, aceptaron unas cuantas tortillas con chile. Cómico a la vez que lastimero, fue para nosotros observar que, a pesar de lo hambrientos que estaban, hacían grandes esfuerzos por disimularlo.
Al terminar la comida, nuestros amigos nos trajeron un balde de agua, que mucho agradecimos, y allí se quedaron fumando cigarrillos que les habíamos obsequiado, mientras acercaban sus manos al fuego. Recuerdo como sus sarapes los colgaban de los hombros, bien abiertos para que el generoso calor acariciara sus delgados cuerpos.
¡ Y de qué modo el radiente resplandor de la fogata se reflejaba en las huesudas manos del viejo y cómo hacía resaltar su apergaminada tez, al mismo tiempo que iluminaba el fuerte cuello y los apasionados ojos del joven! De súbito, pude concebir a estos dos seres humanos como símbolos de México: afectuosos, corteses, pacientes, pobres, tanto tiempo esclavos, pletóricos de ensueños y rumbo hacia una liberación.
- Cuando divisamos el carro de ustedes y notamos que se dirigía hacia acá - nos dijo el viejo, con una sonrisa-, se nos fue la respiración. Creíamos que podrían ser federales que vendrían a despojarnos de las pocas cabras que nos quedan. ¡Tantos soldados han venido estos últimos años!¡Tantos! Son los que más perjuicios causan; los maderistas no caen por aquí, a menos que tengan hambre. ¡Pobres maderistas!
- ¡Ay! - dijo el joven-: Mi hermano, a quien yo tanto quería, murió en el combate de Torreón, que duró once días. Miles han muerto en México; más miles todavía seguirán cayendo. ¡Van tres años! una guerra larga...!muy larga!
El viejo murmuró:
- ¡Valgame Dios!
- Pero vendrá un día...-dijo el joven.
- Se dice -observó el viejo, con voz trémula- que los Estados Unidos del Norte codician nuestro país, y que, al fin de cuentas, los soldados gringos vendrán. Seguramente se llevarán mis cabras.
- Los americanos ricos quieren robarnos - opinó el joven-, de igual modo que los mexicanos ricos quieren robarnos.
Un escalofrío estremeció al viejo e hizo que acercara un poco más su enjuto cuerpo a la lumbre. Varias veces he pensado - dijo - por qué será que el rico, que tanto tiene ya, quisiera seguir acumulando más y más? Y el pobre, que nada tiene, ¡se conforma con tan poquito! Nada más unas cuantas cabras.
Su compadre, el joven, alzó el mentón, con aire de nobleza y nos dirigió una sonrisa apacible.
- Nunca he salido de aquí, de mi tierrita...ni siquiera he ido a Jiménez - dijo -. Pero he oído que hay muchas tierras de las ricas, al sur y al oriente. Esta tierra sin embargo, es la mía, y yo la amo. Durante toda mi vida, y la de mi padre, y la de mi abuelo, el rico ha amontonado todo el maíz y lo ha retenido para sí, en sus puños bien cerrados, sin que llegara a nuestras bocas. Y únicamente la sangre hará abrir sus dedos, para ayudar a sus hermanos.
El fuego se extinguió.
1914.
JOHN REED. Hija de la Revolución. Editorial Fondo de Cultura Económica. México. 1973.
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