-Sólo tengo agua para darte hija, y ni siquiera fría, le decía con tristeza la abuela.
- Es que aquí tan lejos ni el hielo llega y no hay refrigerador.
Aquella cocinita era de barro y palma, muy estrecha, invadida de humo, ¿cómo se
podría definir el olor del humo de aquella leña?, tal vez a sequedad, a los árboles
muertos, a miseria impregnando las ropas, llenando los pulmones, haciendo llorar
involuntariamente los ojos.
-Sí abuela, no tengo sed, no se preocupe - le dijo Lucía-, mientras extendía de nuevo
la mirada por aquel fogón de barro, para ver si había café o algún alimento, como si
la abuela adivinara sus pensamientos, habló en voz muy baja, - no hay café, sólo hay
tortillas con un poco de frijol, -esta bien abuela, quiero sólo un taquito.
- Venga abuelita, vamos mejor a la huerta, para que me enseñe los árboles frutales.
La anciana y delgada mujer se limpió las manos en su largo mandil y casi respiró
aliviada, mientras salían de la pequeña y oscura choza que cumplía funciones de
cocina, al salir caminó segura, porque el huerto era su orgullo, su estrella ganada a
aquel erial serrano.
Cercada con alambres de púas, la huerta era más bien pequeña, en medio de un gran
patio de tierra blancuzca y dura.
La mujer mayor abrió la pequeña puerta, puesta ahí, para impedir la entrada a los
animales, y le mostró un pequeño durazno que era adornado por un florecimiento
pequeño y liláceo, más allá un limonero ancho y bajito, era su orgullo, porque sus frutos
eran la esperanza de agua frutal y ácida.
En el huerto había pocas flores, porque el invierno apenas salía, florecía aún una
nochebuena, grande, de hojas alargadas, que daba esplendor al lugar, aquí y allá
plantitas de albahacar, tomillo y hierbabuena.
Después de ese recorrido más bien breve, fueron al ojo de agua, cada una iba con una
tina de aluminio, el agua era necesaria para llenar las tinajas de barro y lavar los trastos
de la cocina, iban contentas de estar juntas y aunque no les unían los lazos de la sangre,
sentían que eran familia y que pocas veces podían platicar y convivir, se llevaban bien
a pesar de la diferencia de edad, Eleuteria tenía unos setenta años y Lucía treinta.
Era bueno estar ahí, mientras el agua pasaba en forma sosegada y los árboles del río
cubrían del fuerte sol, subieron luego con sus tinas llenas, derramándose en el camino
escarpado, llenaron las tinajas de barro y luego fueron a ver donde dormirían, cuando
llegaran sus hombres, Eleutería era abuela del esposo de Lucía.
La casita dormitorio tenía una sola pieza, era de palma con piso de cemento, todos los
objetos amontonados aquí y allá, casi en pelea por un lugar, una cama muy rústica, sin
colchón, con una colchoneta y una humilde sábana hecha de pedazos muy acomodados,
ese sería el lecho de Darío y Lucía, los abuelos se acomodarían en unos pequeños catres.
- Perdona Lucía, pero todo aquí es tan humilde, tan pobre, que quisiera ofrecerte algo
mejor.
- No se preocupe abuela, esta bien así.
El abuelo y Darío habían ido a campo abierto a ver las cabras y a platicar de las cosas de
la familia, ambos eran muy fumadores, sus cigarros no tenían boquilla, se podía decir que
era su único vicio, porque no acostumbraban excederse con las bebidas alcohólicas.
Al llegar los hombres, entraron en la pequeña casa dormitorio, pues ya anochecía
sólo Eleuteria fue a la cocina para apagar el fogón.
Un poco después todos dormían apaciblemente, como duermen solamente los justos,
los que no deben nada a otros, los que siempre necesitan tiempo para soñar.
NOHEMÍ SOSA REYNA. Texto inédito.
Imagen. Dibujo de Edith Goel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario