De Jaime Sabines.
Siempre estás a mi lado y yo te lo agradezco
Cuando la cólera me muerde, o cuando estoy triste
- untado con el bálsamo de la tristeza como para morirme-
apareces, distante, intocable, junto a mí.
Me miras como a un niño y se me olvida todo
y ya sólo te quiero alegre, dolorosamente.
He pensado en la duración de Dios,
en la manteca y el azufre de la locura,
en todo lo que he podido mirar en mis breves días.
Tú eres como la leche del mundo.
Te conozco, estás siempre a mi lado más que yo mismo.
¿Qué puedo darte sino el cielo?
Recuerdo que los poetas han llamado a la luna con mil
nombres
- medalla, ojo de Dios, globo de plata,
moneda de miel, mujer, gota de aire-
pero la luna esta en el cielo y sólo es luna,
inagotable, milagrosa como tú.
Yo quiero llorar a veces furiosamente
por no sé qué, por algo,
porque no es posible poseerte, poseer nada,
dejar de estar solo.
Con la alegría que da hacer un poema,
o con la ternura que en las manos de los abuelos tiembla,
te aproximas a mí y me construyes
en la balanza de tus ojos,
en la fórmula mágica de tus manos.
Un médico me ha dicho que tengo el corazón de gota
- alargado como una gota- y yo le creo
porque me siento como una gruta
en que perpetuamente cae, se regenera y cae
perpetuamente.
Bendita entre todas las mujeres
tú, que no estorbas,
tú que estás en la mano como el bastón del ciego,
como el carro del paralítico.
Virgen aún para el que te posee,
desconocida siempre para el que te sabe,
¿qué puedo darte sino el infierno?
Desde el oleaje de tu pecho
en que naufraga lentamente mi rostro,
te miro a ti, hacia abajo, hasta la punta de tus pies
en que principia el mundo.
Piel de mujer te has puesto,
suavidad de mujer y húmedos órganos
en que penetro dulcemente, estatua derretida,
manos derrumbadas con que toca la fiebre que soy
y el caos que soy te preserva.
Mi muerte flota sobre ambos
y tú me extraes de ella como el agua de un pozo,
agua para la sed de Dios que soy entonces,
agua para el incendio de Dios que alimento.
Cuando la hora vacía sobreviene
sabes pasar tus dedos como un ungüento,
posarlos en los ojos emplumados,
reír con la yema de tus dedos.
¿Qué puedo darte ya sino la tierra?
Sembrado en el estiércol de los días
miro crecer mi amor, como los árboles
a que nadie ha trepado y cuya sombra
seca la yerba, y da sombra al hombre.
(fragmento)
JAIME SABINES. Nuevo recuento de poemas. Ed. Joaquín Mortiz.
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